
"Piensa en el amor como en un estado de gracia. No como un medio para llegar a nada, sino como un origen y un fin. Como un fin en sí mismo."
Así le describe el significado del amor Florentino Ariza a su amada Fermina, tras cincuenta y tres años, siete meses y seis días de esperar que sea correspondido.
El amor en los tiempos del cólera no es una película romántica, sino una profunda reflexión sobre el amor. Sobre las diferentes clases de amor, esos motores que no siempre funcionan a la perfección en el camino de nuestra vida.
El amor de Florentino, un penélope masculino para quien no existe la palabra imposible y que separa tajantemente la pureza de su amor por Fermina de sus seiscientas veintidós conquistas sexuales. El amor imposible que a fuerza de paciencia se hace real.
El amor entre una madre y su hijo y la entrega del hijo, el amor como la prioridad tierna y rutinaria del sacrificio del cuidado. El amor que no necesita preguntas ni respuestas.
El amor cotidiano de un matrimonio atravesando décadas, hijos, peleas, dudas, reconciliaciones, muerte... hasta converitirse en algo tan corriente como el beber y perder dolorosamente su trascendencia. El amor que se pregunta a sí mismo si es amor.
El amor más allá de la edad, más allá del cuerpo, más allá de las preguntas, que termina fluyendo y desembocando en la inmensidad de la vida, sin que importe la brevedad o la eternidad del baile de las manecillas del tiempo.
La película es también un homenaje al romanticismo de finales del siglo XIX, a su literatura almimbrada de cursilerías y fogosa rimbombancia, a las cartas de amor escritas en cuidadosa caligrafía y dudoso estilo, que conmovían el corazón de recatadas damiselas; a las arriesgadas citas planeadas por el amado en balcones perfumados de noche, con la intimidad prohibida de miradas y apresuradas caricias robadas en los refugios de las iglesias. A la atrevida posibilidad de que un amor así puede ser tan imperecedero como cualquier otro. La historia de un hombre que no se averguenza de su alma romántica, que hace de ella la razón de su vida y que escribe cartas comerciales henchidas de palabras amorosas, pero que no duda en explorar la sexualidad en cuerpos desconocidos, rincones oscuros de la ciudad y escenarios adúlteros.
Es un reencuentro grato y bien logrado con el universo de García Márquez, con la notas justas y comedidas de realismo mágico para envolver la película en un halo de etérea materialidad.
Es también un homenaje a la belleza de Colombia, la Colombia ajena a este presente de narcotráfico y fosas innombradas, la Colombia que se desliza apabullante de verdor por el cauce del Magdalena, viajando chispeante en el vapor blanco llamado Nueva Fidelidad, que despierta siestas con el tañido de las campanas, que pasea riquezas y miserias entre las calles lujuriosas de edificios blancos y palmeras inmutables de la Cartagena decimonónica, la Colombia que llega al corazón del viajero y le conquista para siempre.
La banda sonora, una maravilla de Shakira, sin más comentarios, el acompañamiento perfecto a la danza entre los amantes. El trabajo de los actores impecable, el de Javier Bardem, como siempre, magistral (¿habrá algún papel que no pueda interpretar este hombre?).
Una película para conmoverse una vez más con lo que siempre nos conmueve, el primer beso entre los amantes que ha esperado cincuenta años para nacer y será eterno.
El amor en los tiempos del cólera no es una película romántica, sino una profunda reflexión sobre el amor. Sobre las diferentes clases de amor, esos motores que no siempre funcionan a la perfección en el camino de nuestra vida.
El amor de Florentino, un penélope masculino para quien no existe la palabra imposible y que separa tajantemente la pureza de su amor por Fermina de sus seiscientas veintidós conquistas sexuales. El amor imposible que a fuerza de paciencia se hace real.
El amor entre una madre y su hijo y la entrega del hijo, el amor como la prioridad tierna y rutinaria del sacrificio del cuidado. El amor que no necesita preguntas ni respuestas.
El amor cotidiano de un matrimonio atravesando décadas, hijos, peleas, dudas, reconciliaciones, muerte... hasta converitirse en algo tan corriente como el beber y perder dolorosamente su trascendencia. El amor que se pregunta a sí mismo si es amor.
El amor más allá de la edad, más allá del cuerpo, más allá de las preguntas, que termina fluyendo y desembocando en la inmensidad de la vida, sin que importe la brevedad o la eternidad del baile de las manecillas del tiempo.
La película es también un homenaje al romanticismo de finales del siglo XIX, a su literatura almimbrada de cursilerías y fogosa rimbombancia, a las cartas de amor escritas en cuidadosa caligrafía y dudoso estilo, que conmovían el corazón de recatadas damiselas; a las arriesgadas citas planeadas por el amado en balcones perfumados de noche, con la intimidad prohibida de miradas y apresuradas caricias robadas en los refugios de las iglesias. A la atrevida posibilidad de que un amor así puede ser tan imperecedero como cualquier otro. La historia de un hombre que no se averguenza de su alma romántica, que hace de ella la razón de su vida y que escribe cartas comerciales henchidas de palabras amorosas, pero que no duda en explorar la sexualidad en cuerpos desconocidos, rincones oscuros de la ciudad y escenarios adúlteros.

Es un reencuentro grato y bien logrado con el universo de García Márquez, con la notas justas y comedidas de realismo mágico para envolver la película en un halo de etérea materialidad.
Es también un homenaje a la belleza de Colombia, la Colombia ajena a este presente de narcotráfico y fosas innombradas, la Colombia que se desliza apabullante de verdor por el cauce del Magdalena, viajando chispeante en el vapor blanco llamado Nueva Fidelidad, que despierta siestas con el tañido de las campanas, que pasea riquezas y miserias entre las calles lujuriosas de edificios blancos y palmeras inmutables de la Cartagena decimonónica, la Colombia que llega al corazón del viajero y le conquista para siempre.
La banda sonora, una maravilla de Shakira, sin más comentarios, el acompañamiento perfecto a la danza entre los amantes. El trabajo de los actores impecable, el de Javier Bardem, como siempre, magistral (¿habrá algún papel que no pueda interpretar este hombre?).
Una película para conmoverse una vez más con lo que siempre nos conmueve, el primer beso entre los amantes que ha esperado cincuenta años para nacer y será eterno.
