¡Encantadísima de conocerle, señor valor!
Malva y romero
Angie Simonis
¿Cómo tocarte si no estás ahí? Tu sangre se ha transformado en el sentido de ellos. Ellos pueden hablarse y hablar de nosotras. ¿Pero nosotras? Debes salir de su lenguaje. Trata de atravesar los nombres que ellos te han dado.
Todos los días me digo que lo haré y todos los días termino como hoy, metiendo la tarjeta que contiene hasta el último segundo de mi vida laboral en la maquinita Gran Hermano que nos controla sin piedad, sin habérselo dicho.
No es para tanto. No es nada del otro mundo que me acerque y le diga ¿tomamos un café?. Ni sería nada del otro mundo que me dijera no, lo siento, he quedado o vale, termino esto y salimos. O que yo se lo dijera en voz tan baja y atragantada que no me entendiese y tuviera que repetir la malhadada preguntita, que si quieres tomar un cafééé y se quedara mirándome extrañada, dudando a pesar de haberme entendido.
Lo que pasa es que no tienes huevos. Está claro, no tengo huevos. Tanto discurso reivindicativo, tanta retórica exaltada, tanta seguridad que roza la prepotencia a la hora de convencer y luego resulta que no soy capaz de invitarla a un café.
Ella es hermosa. Pequeña, grácil, deliciosa, como un pastelillo de hojaldre relleno con cabello de ángel, tan frágil cuando lo muerdes, tan exquisito. Cuando me mira me engancho de sus ojos, tan verdes como un sortilegio irlandés, con la graciosa coletilla del eye liner marcando la perfección de su forma almendrada, contrastando contra las aguas de su claridad como negro sireno. Se tiñe el pelo con tonalidades granates, sus rizos coquetos despiden reflejos de granada madura. Parece inteligente, divertida, sensata, bastante sincera, puntos suspensivos.
¿Cómo serán sus partes misteriosas? ¿A qué sabrán sus lágrimas y sus besos? ¿Cómo duerme? Me la imagino encogida como un feto de alabastro en una cama grande con sábanas de seda color malva. Huele a romero y yo me acuesto a su lado y me acoplo por detrás a su cuerpo y le beso el centro de la nuca, mientras sujeto el torbellino de su pelo con mis dedos. Ella exhala un ronroneo de placer y empieza a girarse estirando su cuerpecillo de ninfa para brindarme sus labios.
Entonces me despierto. Me levanto a regañadientes, hago una meditación meteórica, tomo una ducha y un desayuno veloces como el AVE, cojo el coche y me meto en la autopista antes de que empiece el mogollón diario, llego al trabajo y antes de meter la tarjetita G.H., me propongo un día más ser valiente, acercarme a su mesa a la hora del almuerzo, tiene una preciosa maceta de pensamientos y algunas fotografías junto al ordenador, y decirle como quien no quiere la cosa, Eva, vamos a tomar un café, te apetece tomar un café, qué te parece si tomamos café, he pensado que podríamos tomar un café, qué tal cómo va la mañana... te vienes a tomar un kofi.
Sí, hoy le diré esto último, suena mucho más desenfadado. De hoy no pasa.
Aquella tarde de otoño, cuando quedó con Fidel en una cafetería del centro y él le dijo de forma apresurada y tajante que quería cortar su relación porque había conocido otra mujer en Londres, Eva conoció el verdadero significado de la palabra desolación. Fidel ni siquiera se terminó el café. Se despidió de ella con un beso fugaz en la mejilla y así se volatizaron en unos segundos cuatro años de relación más o menos satisfactoria. Habían tenido sus más y sus menos, pero los dos últimos años, con el verano que pasaron juntos en Escocia, ella había llegado a pensar que con él sí se atrevería a dar el paso, a dejar el cálido refugio familiar e intentar una convivencia a la vez que una independencia. Todo estaba tranquilo en su relación, cenas los fines de semana y alguna cerveza en el Barrio, excursiones en el barquito de vela de su amigo Enrique, sexo mesurado pero complaciente, largas conversaciones jugueteando besos en el pub, todo parecía conducir armoniosamente a tomar la decisión de formalizarla.
No volvió a ver más a Fidel, ni siquiera de casualidad. Seguramente se habría marchado a Londres o al Congo o a Disneylandia. Con otra mujer de la que ni siquiera sabía el nombre (si es que era realmente una mujer porque como últimamente estaba tan de moda lo del outing y esas cosas…). Se quedó en la cafetería un buen rato enfriándosele el café y el corazón, preguntándose qué podía haber hecho ella tan mal para que él hubiese tomado esa decisión, sin ocurrírsele que el error podría no existir, que simplemente se había cansado de ella y había encontrado algo mejor, que le apañaba más en ese momento. Pero ¿cómo había podido entonces hacerle el amor el último sábado, como si no pasara nada, cómo había tenido la cara dura de comer en casa de sus padres el domingo y gastarle bromas a su madre sobre la fideuá y ver el partido de fútbol con su padre y que ella no notara nada en sus ojos, ni en sus dedos, ni en su voz, cómo podía un hombre esconder de esa manera sus sentimientos y fingir ser otro hombre diferente con esa facilidad, con esa naturalidad, con esa crueldad, con esa hipocresía, con esa seguridad, mierda, qué asco de vida, por qué tenía que pasarle esto a ella. Y entonces recordó la vieja canción de Alaska, cómo pudiste hacerme esto a mi, yo que te hubiese querido hasta el fin, cómo te arrepentirás.
Y se empezó a reír sentada en la mesa de la cafetería, primero despacio y hacia dentro, luego a carcajada limpia, tanto que tuvo que marcharse corriendo y dejar un euro encima de la mesa porque la gente y el camarero la empezaban a mirar alucinados. No dejó de tararear la canción e imaginarse atropellando con saña a Fidel en un callejón oscuro, la calle desierta, noche ideal, un coche sin luces no pudo esquivar, un golpe certero y todo ter-mi-nó en-tre e-llos de re-pen-te, NOOOO ME ARREPIENTO, VOLVERÍA A HACERLO SON LOS CELOS… Lo atropelló tantas veces como se repetía el estribillo.
Por la noche, en su cama olorosa de romero, los celos huyeron veloces como Erinias satisfechas del sacrificio y sólo quedó la consoladora desolación y unas cuantas lágrimas secas. Más que despechada se sentía humillada. La había engañado como a una imbécil, no había respetado su pacto de amistad y sinceridad, no se merecía un momento más de su dolor. Eso era bastante fácil pensarlo, otra cuestión era conseguirlo . El dolor no la dejaba dormir, la hizo vestirse de negro y teñirse el pelo de rojo amargo, le regaló una sonrisa cínica que jamás antes había conocido. Pero nadie lo supo, ni sus padres, ni sus compañeras de trabajo, ni Nines, su amiga del alma. Cuando les contó la historia lo hizo mesuradamente, sin dramatismos, incluso con algún toque bromista.
Su dolor era sólo suyo, esa era su victoria. Hasta el propio Fidel empezó a darle un poco de lástima, tan inseguro, tan decepcionante y desconocido al fin y al cabo.
Volvió a sentir la necesidad de leer, de buscar consuelo en la literatura, como en los viejos tiempos, antes de matricularse en Filología Inglesa con el firme propósito de lograr leer a Shakespeare, de saborear las palabras de Romeo en su lengua original… es el oriente y Julieta es el sol. Levántate bello sol, y mata a la envidiosa luna, que ya está pálida de dolor porque tú, su doncella, eres más hermosa que ella… Se le olvidó el propósito entre las clases concebidas como fábricas de apuntes mecánicos y sosos sobre nociones de macroestructura textual, apresurados e histéricos períodos de exámenes, prácticas minuciosas y desesperantes de fonética inglesa y una incómoda sensación de haber perdido la ilusión aquella de primer curso de haber elegido la carrera que le gustaba y no la que le proporcionaría un buen trabajo nada más licenciarse.
Pero ahora sentía deseos de refugiarse de nuevo en las letras, en las palabras artificiosas que intentaban disfrazar la inconstante realidad, en historias de otros que le permitiesen escapar de la suya. Le pidió a Magda que le recomendara algo, Magda era ideal para eso, todo el mundo le preguntaba, tenía el extraño don de aconsejarte siempre justo el libro que te convenía leer. Y acertaba.
¿Por qué no lees algo de ensayo feminista? Absurdamente, se sonrojó. Era como si Magda hubiera intuido algo o se hubiera enterado por los demás, Eva no tenía mucha confianza con ella y no le había contado nada directamente, pero los cotilleos circulaban entre las salas tan libremente como los interfaces. ¿Quizá Magda creía que ella sentía en estos momentos odio hacia los hombres?
De todas formas le hizo caso y leyó a Virginia Woolf, a Simone de Beauvoir, a Carmen Martín Gaite, a Luce Irigaray, incluso lo intentó con la Cixous, pero los excesos en la cabellera de su medusa le impidieron entender su risa. Con ellas se embarcó en el azaroso viaje de la conquista femenina y le dio por acordarse de su madre, de su abuela, bisabuela y tatarabuela, como parte de una cadena invisible en el espacio y en el tiempo, unidas todas ellas por su condición de mujeres. De la misma sangre, el mismo abandono sangrante, la misma telaraña de represión. Mujeres. ¿Dónde estaba la historia de las mujeres? En las cocinas, en viejas fotografías, en desvanes polvorientos, en una espesa nube de silencio. No estaba registrada en lujosos volúmenes encuadernados en piel, precedida de sesudos prólogos incomprensibles, había que arrancársela a abuelas parlanchinas, reunidas en torno a la labor, envueltas en el aroma de un buen caldo. ¿Cómo nunca antes había pensado en las mujeres, así, como un grupo, como una estirpe, como un ente unido y bifurcado en millones de formas individuales, cada una de las mujeres del mundo? Asombrada, descubrió que era, simplemente, porque no las había leído.
Más tarde se cansó de tanto discurso teórico y atacó la poesía de Gioconda Belli, de Alfonsina Storni, de Nancy Morejón e incluso de Gloria Fuertes. Todas ellas le ayudaron a descubrir su esencia de mujer más oculta, la sexualidad gozosa de Gioconda, la rabia desolada de Alfonsina, el orgullo de estirpe de Nancy, la capacidad de reírse de sí misma y del mundo con provecho de Gloria. No las leyó con ese temor reverencial y ese complejo de inferioridad con el que había leído a Juan Ramón Jiménez o a Rubén Darío, o a Keats, demasiado grandes, demasiado importantes, demasiado lejanos en torre de marfil de hombres. Las leyó como quien lee los versos de una amiga, no le estaban enseñando nada, no la abrumaban con ejercicios estilísticos y simbolismos desaforados, sólo compartían con ella su dolor, su incomprensión ante la falta de diálogo con los hombres, su volubilidad de mujeres, su dispersión y su fiera fe en el amor y en la paz.
Se sintió extrañamente consolada y por primera vez en su vida, supo que no estaba sola. Estaba rodeada de mujeres como ella, herederas de la Madre Tierra, responsables de Ella. Las mujeres perdían el tiempo y su poder en una carrera absurda, triste remedo de la de la conquista del hombre, una meta que no llenaba más que de vacío sus almas, porque la creación y no la competición era su verdadero destino.
De pronto, dejaron de ser para Eva rivales en la conquista del hombre y del mundo y se convirtieron en aliadas, en hermanas, en miembras de la espiral eterna de la esencia femenina.
Otra cosa era la soledad de su cama de sábanas malva.
*********
—Eva, ¿te tomas un café conmigo?
Es Magda, mirándome de forma muy extraña. Si parece que está hasta colorada.
—¡Claro! Bueno, yo no tomo café, pero bueno, puedo tomar una infusión…
No sé a qué viene tanta explicación, parece como si me hubiera puesto nerviosa de repente. ¿Nerviosa por qué? Es Magda, mi compañera de curro, trabaja en la sala 2 de correctora, no es Hanníbal Lécter.
—¡Qué casualidad, yo tampoco tomo café! Hace tiempo que decidí dejar de castigar a mi hígado.
Ahora parece por completo dueña de la situación. Pero ¿de qué situación? Me quedo mirándola como una boba y ella a mí también y así pasa un ratito tonto, de esos que parecen un paréntesis sin tiempo.
—Bueno—dice ella al fin—¿salimos ahora o me paso más tarde…?
Ha sonado como una cita o algo así. Vaya absurdeces que se me ocurren (¿estará bien dicho absurdeces?) esta mañana.
—No, no, está bien ahora, cierro esto y salimos.
Cierro la página de Internet donde estaba cotilleando un rato y minimizo la ventana de photoshop. Ella está mirando de reojo las fotos de mi mesa, la de mis padres en la playa de Mallorca, la mía en las piedras de Stonhege, (la de Fidel ya la he quitado, por supuesto).
Sin acordarlo, nos hemos encaminado a la cafetería del otro lado del campus, en lugar de ir a la que vamos siempre los del trabajo. Hablamos de naderías en el trayecto. Magda pide en la barra atestada mientras yo contemplo su perfil a mis anchas desde una mesa. Es guapa, Magda; tiene unos ojos castaños preciosos, una cara de muñeca que contrasta mucho con su pelo cortísimo y esos aires tan… tan… ¿asexuados? ¿masculinos? No, Magda no es que tenga pinta de lesbiana camionera, ni mucho menos, pero me acabo de dar cuenta de sí hay algo de masculino en ella que la hace extrañamente atractiva, sin que pierda ni un poquito de su feminidad. ¿Será lesbiana Magda? No lo parece. ¡Qué tonterías estoy pensando? ¿Es que ser lesbiana requiere un determinado aspecto? Vaya mogollón me estoy montando porque una compañera de curro me ha invitado a un café.
—No tenían poleo, he traído manzanilla.
—Vale, vale, no importa, da igual.
¿No estoy un poco excesivamente turbada? Ni que estuviera ligando. Es como si Magda me leyera el pensamiento. Me mira y sonríe.
—Te extrañará que te haya pedido que saliéramos a tomar café, así, tan sin venir a cuento—dice mientras da vueltas a la cucharilla que yo contemplo hipnotizada, contenta de tener algo que mirar que no sean sus ojos—. Es que he pensado que como últimamente lees tanta literatura de mujer y a mí me interesa tanto el tema, a lo mejor podríamos charlar sobre ello…
Cada vez alucino más. Yo diría que me acabo de sentir decepcionada. ¿Qué esperabas, muchacha, una declaración de amor imposible a las once y media de la mañana en la cafetería de la Politéctnica? ¡Pero bueno! ¡Cómo estoy hoy, madre mía!
—Eeeeh, bueno, claro, sí, sería muy interesante. Muy interesante, sí.
Muy ocurrente, yo.
—Es que estoy apasionadísma con el tema de la mujer en general…
—¿Por qué?
—Puees…—se queda un poco cortada por lo abrupto de mi pregunta, pero se repone enseguida— será porque los hombres no tienen nada interesante que ofrecerme —y me mira unos segundos sonriéndome de una forma graciosísima— También será porque estuve intentando hacer la tesis sobre literatura de mujeres en España y apenas he podido compartir con nadie mis investigaciones.
Me habla ahora con tranquilidad, pausadamente y me dejo llevar por la cadencia de su voz. Tiene el don de la palabra, indudablemente. Es muy cuidadosa entonando, casi pueden vérsele las comas y los puntos suspensivos en el aliento y pone el subjuntivo donde hay que ponerlo. Se nota que disfruta hablando y exponiendo sus ideas, no como yo, que no puedo decir más de dos palabras seguidas sin la dichosa muletilla del “tío”. “Es que, no veas, tío, de verdad, tío, que no lo entiendo, tío”. Es mi opinión sobre un acertado comentario de Magda al silencio impuesto por el Patriarcado a la escritura de mujer.
—Pero mira, ¡qué quieres que te diga! Yo, en el fondo, soy muy optimista y creo que hemos logrado grandes cosas pero que esto acaba de empezar, hay mucho trabajo por hacer. Estoy convencida, aunque te parezca un poco loco y suene a radical, de que nos dirigimos al resurgir de un nuevo matriarcado, de un nuevo orden que sustituya a este que impera, tan peligroso para el planeta. Es como si la conciencia de la Tierra se comunicara con la conciencia de cada mujer en particular y la hiciese reaccionar, uniéndose a las demás mujeres en el mismo ideal.
Eso se parece un poco a mis ideas sobre la espiral de mis antepasadas y me siento orgullosa de tener ideas tan a tono con las de una mujer tan inteligente como Magda. Entonces, ella me cuenta una teoría preciosa sobre la Edad de Oro de la Mujer, allá por el Neolítico, sobre estatuillas de Venus obra de mujeres y no de hombres, como se había pensado hasta ahora, del orgullo de saber que fueron las mujeres las inventoras de la agricultura y la artesanía y se pasa en un pispás la hora del almuerzo y nos vamos de nuevo a trabajar las dos, cada una a su sala, extrañamente felices, como si acabáramos de descubrir un exótico planeta en el balcón de casa. Cuando estoy a punto de sentarme en el ordenador, entra Magda corriendo y me dice en voz baja:
—¿Quieres cenar conmigo el sábado?
Definitivamente, he ligado.
*********
Los besos de Magda me saben a pluma suave. Ha empezado a besarme en el ascensor; la botella de vino que nos hemos plisplado en la cena no ha tardado apenas en hacer sus estragos. Vamos, con ningún tío me había lanzado yo nunca de esta manera. Pero me importa un pito estar en un ascensor morreándome con una mujer, esta mujer me está besando como nadie me ha besado nunca y, mientras tanto, me acaricia con las dos manos a la vez, me recorre toda, con lentitud, pero sin descanso, menos mal que vivo en un sexto y el ascensor es más lento que el caballo del malo, no quiero que se acabe nunca este trayecto… El ascensor se para con un sobresalto, no sé ni cómo encuentro las llaves, entramos en mi casa sin dejar de besarnos, si me ve la vecina le va a dar un síncope. “¿De qué te ríes”—me susurra ella, besándome el cuello. “De la cara de mi vecina”, le contesto.
Mis padres están pasando quince días en Mallorca, qué estupendo. Nunca había traído un ligue a casa, ni siquiera a Fidel, siempre nos veíamos en su piso. Se me hace raro llevarla a mi habitación, con su cama pequeña y sus muebles de mi época de adolescente, pero ella ni se fija. Me tumba sobre la cama con inmensa ternura y continúa besándome, diooooos, voy a volverme loca, nunca me ha pasado esto, nunca, nunca… Pero para todo hay momentos de lucidez.
—¡Espera, vamos a quitar el edredón!
Ahora es ella la que se echa a reír cuando destapo la cama.
—¿De qué te ríes, boba?
—Una noche soñé contigo. Estabas en una cama con sábanas malva, que olían a romero.
—¿En serio?
Su respuesta es un río incontenible de besos.
¿Permanecer muda? ¿Blanca? ¿Virgen?¿Reservarte la de adentro?
Pero esa no existe sin la otra.
Luce Irigaray
Es en tardes como ésta cuando crece en ella, en dolorosas oleadas, el deseo de ser madre. Está la luna creciente, tiempo de exacerbada creatividad, y su mente rebulle como máquina acelerada. Su cuerpo, también, a pesar del malestar, no para de burbujear, como el mágico caldero de Hécate.
Es en estas tardes cuando se permite las lágrimas que ya ha descartado para las demás cosas. Envidia a Eva por su facilidad para llorar. Para ver su cara anegada como un verde manantial solo es necesario un vulgar y cotidiano informativo de mediodía. Las imágenes de niños hambrientos la hacen llorar, las mujeres maltratadas y asesinadas la hacen llorar, las bombas terroristas la hacen llorar (el 11 de septiembre lloraron juntas, más de pánico y sorpresa ante el horror que de verdadera y consciente compasión), las inundaciones, los terremotos… sólo tiene que verlo en imágenes y llora. No deja de comer, ni de efectuar los movimientos cotidianos en la mesa, pero acompaña el ritual diario de la comida con el solidario homenaje de sus lágrimas. Magda no hace ningún comentario, sólo le aprieta la mano con toda la intensidad que es capaz de enviar por esa vía de comunicación. En cambio, Eva nunca llora en las películas, (ni siquiera lloró con El Paciente Inglés, que hace desgarrarse a Magda), porque “no son verdad”. En la ficción, Eva no desperdicia su compasión. Porque el cabello de ángel del relleno de Eva está hecho de compasión.
Pero lo que recorre por dentro a Magda no es la compasión, sino el dolor. Magda está repleta, rebosante de dolor. Un dolor que lleva acumulado desde la más temprana infancia, un dolor tan conocido y cotidiano que ya no concibe vivir sin él, hecho a base de abandonos, un dolor que la obligó a vestirse con una pesada armadura de la que ahora no sabe muy bien cómo desprenderse. Porque, frente a las lágrimas y los besos de Eva, intuye que ya no la necesita.
Ha estado su vida huyendo de ese dolor, ahogándolo con drogas, con alcohol, con semen de desconocidos…Empezó a enfrentarse a él cuando descubrió que era seropositiva. Primero, tuvo que perdonarse a sí misma, retomando las riendas de su vida. Se hizo imprescindible pasar antes por el perdón a su madre, viéndola en su ataúd, pequeña y frágil, (me abandonaste madre, me dejaste arrinconada cuando nació mi hermana, yo estaba sola en la noche cuando llegaba Él, tú no me protegiste, me pegaste, madre, me pegaste y me llamaste mentirosa, mentirosa, mentirosa), una mujer como ella misma, que hizo lo que pudo, lo que supo, lo que le habían (o no le habían), enseñado a hacer.
El perdón le proporcionó la paz consigo misma, necesaria para sentarse calmadamente a recomponer los dispersos retales de la colcha de su vida. Ella también era, simplemente, otra mujer que hacía lo que podía, lo mejor que sabía.
El perdón ha mitigado el dolor, lo ha reducido a una cuestión llevadera, aunque no lo haya hecho desaparecer. Queda todavía una dosis de perdón que no se siente capaz de asumir. El perdón hacia “ellos” es otra cosa.
El perdón le ha traído la conciencia de que su dolor no es único, es universal, lo sufrimos todos nada más nacer, cuando cortan el cordón que nos une al único espacio seguro que conoceremos, que va creciendo a la par que nosotros crecemos y seguimos cortando cordones y anudando en torpes ombligos los extremos. La única cura es crear simultáneamente otros lazos, otros cordones que nos unan a la vida y al espíritu y dejarlos fluir.
Con Eva siente que puede aprender a expresar el dolor, lo siente en lo más hondo de su sinrazón. Puede liberarse. Porque ella, además de la compasión, posee un maravilloso don: sabe escuchar.
Conforme ha ido conociéndola, se ha dado cuenta de que a ella puede decírselo todo. Hasta ahora, en estos dos meses, ha preferido callar, disfrutar de esta primavera regalada, sin que la más ligera nube la enturbiara. Empezar por decirle que es VIH, lo menos importante de todo, porque Magda solo se acuerda de ello una vez al mes, cuando recoge la medicación en el hospital. Hablarle del Depredador, de su mano morena ofreciéndole el tubito de plata para meterse otra raya, de todo lo que tuvo que hacer con todos aquellos tíos para que siguiera dándoselas. Continuar hablándole de su lucha, cuando por fin pudo dejarle gracias a que lo metieron en el trullo una buena temporada y ella se decidió a entrar en un programa de rehabilitación en Proyecto Hombre. Hablarle de las noches oscuras que nunca ha codificado en palabras.
Enseñarle, uno a uno, todos los retales.
Eva siempre la escucha, arrobada. Eva la entenderá, la aceptará.
Con Eva también se ha abierto otra ventana que Magda ya había cerrado, resignada. Nunca se hubiera atrevido a tener un hijo, por muy pequeño que fuera el tanto por cien de posibilidades de que el bebé desarrollara el virus. Pero Eva podría tener ese hijo/a para las dos, o podrían las dos adoptarlo/a y hacer realidad de estar por casa su tesis ideal feminista del matriarcado. Eva sueña con ser madre.
“Tengo que hablar con Eva”.
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III. EVA Y MAGDA
La abertura se nos entrega. Nuestro “mundo”.
Y el paisaje del adentro al afuera, del afuera al adentro, entre nosotras carece de límites. Carece de fin
Luce Irigaray
El sol se pone, inundando el cielo de pompas púrpura. La tarde se desvanece en espasmos de lujuriante belleza, promesa de retorno y renovación, a pesar de su ocaso.
Dos mujeres pasean por la orilla de una larga playa, abrazadas, contemplando el fastuoso entierro cotidiano del poder dorado. Se sientan en la arena, a esperar la aparición de su gran aliada, la Madre Luna.
Delante de ellas está el sol, moribundo.
Detrás, el mar borra sus huellas.
Desde abajo, empiezan a aparecer letras de color naranja, inundando la pantalla, cubriendo la imagen, las luces se encienden y el público se va levantando, como disciplinada marea, y se dirige al pasillo central, hacia la salida. Termina la banda sonora y el rumor de la multitud lo llena todo. Eva y Magda continúan sentadas un rato más, esperando que el rebaño abandone la sala.
Escuchan en silencio cómplice los comentarios soeces sobre la película, las salidos de tono, los bufidos, observan los rostros avergonzados de algunas mujeres, se sienten el blanco involuntario e invisible de las exclamaciones irónicas o brutales de aquellos que tienen delante una realidad que se niegan a ver, qué asco…¿has visto, las tortilleras de mierda?… eso es porque no han probado un buen rabo… si les diera yo con el mío cambiarían de opinión… yo no sé cómo puede haber mujeres que no les gusten los tíos… chica, tiene que haber de todo, pero yo a mi Manolo no lo cambio por nada…
Súbitamente lo deciden, sin ni siquiera haberlo discutido antes, basta un intenso intercambio de miradas, veladas por la indignación y el amor propio heridos.
Se levantan y recorren el pasillo hacia la salida abrazadas por la cintura, bien apretadas para que no haya ninguna duda. En la escalinata de salida, ante la atónita mirada del acomodador y de los últimos rezagados del puesto de palomitas, se dan un largo y apasionado beso, desafiando a un gato negro que está atravesando la noche…
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